Akira Kurosawa es, sin lugar a dudas, el cineasta japonés más celebrado y conocido en Occidente. También se puede afirmar que a partir de su magnífica Rashomon (1950), aclamada en el Festival de Cine de Venecia y ganadora del Oscar a Mejor Película Extranjera, el mundo occidental descubrió el cine japonés y, con él, a nuevos y talentosos directores como Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu, y Masao Kobayashi, entre otros. No menos sorprendente fue el descubrimiento de la música de cine nipona que, lejos de utilizar las difícilmente digeribles sonoridades de su ancestral teatro kabuki, elegía apoyar las imágenes mediante formaciones orquestales sinfónicas al estilo de los compositores de Hollywood. Más aún, el pensamiento de la mayoría de los cineastas y productores japoneses era buscar un sonido más cercano a la música clásica occidental, como un intento de modernización y, cabría suponer, también con objetivos puramente comerciales, a fin de captar el mercado norteamericano y europeo.
De esa forma, los realizadores requerían a sus compositores alejarse de las milenarias formas musicales teatrales y autóctonas, lo que provocó algunas resistencias entre los músicos cinematográficos japoneses del momento. Entre ellos, Fumio Hayasaka vio controvertidas sus ideas musicales orientales mientras componía la partitura para Rashomon, cuando Kurosawa le pidió que escribiera una pieza que sonara como el famoso Bolero de Maurice Ravel. Tres años después, Hayasaka se tomaría revancha componiendo música tradicional japonesa para Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu Monogatari) dirigida por Mizoguchi, en la que echa mano a la nagauta directamente del teatro kabuki, tendencia que seguirán otros colegas compositores como Toru Takemitsu y Masaru Sato.
La fructífera asociación de Hayasaka con Kurosawa tuvo su cénit en Los siete samuráis (Shichinin no samurái / Seven Samurai, 1954), considerada la producción cinematográfica japonesa más grande hasta el momento, y para este trabajo el músico contó con más libertad de acción y de creación, aunque el cineasta no dejó de participar en la concepción musical del film. Kurosawa pretendía imprimir rigor histórico en la puesta en escena y ambientación, fiel al Japón del siglo XVI en el que se desarrollaba la historia de un grupo de samuráis desempleados liderado por Kambei (Takashi Shimura) contratados por los habitantes de una pobre villa para que los defiendan del ataque de unos temibles bandidos. Siete eran los samuráis, incluido Kikuchiyo (un magistral Toshiro Mifune), un guerrero fanfarrón y vanidoso, que ocultaba que no era samurái y que provenía de padres granjeros.
Sin embargo, y por otra parte, Kurosawa temía que la música autóctona japonesa del período no encajara con la generación de espectadores de la década del cincuenta y, mucho menos, que fuera comprendida por los públicos occidentales a los que pretendía captar. Hayasaka encontró la solución combinando ambos conceptos. Compuso la partitura a partir de la música japonesa ancestral y la adaptó para una orquestación e instrumentación convencional, clásica y netamente occidental, pintando un gran fresco épico para reforzar la identificación de los personajes y las situaciones dramáticas. Para ello hizo uso de un recurso típico de la música de cine de la Edad Dorada de Hollywood, el leitmotiv, técnica que tiene su origen en la ópera, que se usó por primera vez en 1871 en las obras de Carl María von Weber, y que tuvo a Richard Wagner como su principal mentor en la música clásica del Romanticismo. Los músicos emigrados de Europa antes y durante la Segunda Guerra Mundial que recalaron en Hollywood llevaron el leitmotiv (etimológicamente del alemán “leiten” que significa “guiar” y “motiv” que significa “motivo”), a la cima del estilo musical cinematográfico durante más de tres décadas.
Hayasaka utiliza el leitmotiv con gran maestría y plasma musicalmente una especie de jerarquía entre los personajes. Así, por ejemplo, el origen humilde de Kikuchiyo se expresa mediante melodías burlescas, con predominio del fagot y base de mambo; los granjeros, su sumisión y sus miedos son representados por lúgubres coros masculinos; una oscura percusión casa con los bandidos, su crueldad y sus tropelías; y la nobleza del samurái Kambei se subraya con una épica orquestación de la sección de vientos, rematada con un soberbio solo de trompeta, tema que será asociado paulatinamente al grupo entero de los siete samuráis, a medida que cada uno va acercándose a Kambei en arrojo y dignidad, y más tarde al mismísimo pueblo de granjeros, cuando iguala en heroicidad a los guerreros.
Pero contrariamente a lo que hubiera sido la regla en una banda sonora hollywoodense, sinfónica y tardorromántica típica de aquella época, Kurosawa despoja de música a todas las secuencias de batalla, espléndidamente rodadas por el cineasta. Las cintas de aventuras de los clásicos americanos exacerbaban los combates con temas épicos y heroicos, reforzando musicalmente el choque de las tropas y los coreografiados duelos de esgrima. En Los siete samuráis la lucha encarnizada se palpa sin música, solo apoyada en unos cuidadísimos efectos sonoros que Kurosawa supervisó junto a Hayasaka, con milimétrica precisión, temeroso de que un tratamiento musical clásico pudiera restar realismo a las espectaculares batallas. El recurso no hizo más que confirmar lo que muchas veces hemos sostenido en nuestros análisis: la importancia del silencio como herramienta de la música cinematográfica.
Fumio Hayasaka murió en 1955, a los 41 años, tras una tuberculosis que no pudo vencer, y mientras componía también para Kurosawa Crónica de un ser vivo (Ikimono no kiroku / I Live in Fear), abrumado por la inminencia de su propia muerte. “Con esta enfermedad que me amenaza la vida no puedo trabajar”, le confesó a su amigo. Su discípulo, Masaru Sato, completó la partitura tras la triste desaparición del compositor, que sumió a Kurosawa en una profunda depresión. La colaboración entre el director y el compositor había transmutado hacia una relación artística tan estrecha que Hayasaka llegó a aportar ideas en el aspecto visual, y Kurosawa reconoció en su autobiografía que “el trabajo con Fumio había cambiado su visión sobre cómo se debe utilizar la música en el cine”, a partir de lo cual comenzó a sentirla como contrapunto de la imagen y no sólo como un acompañamiento. “Trabajé diez años con Fumio, y lo hicimos tan bien juntos porque la debilidad de uno era la fortaleza del otro. Su muerte no fue solo mi pérdida, sino la de toda la música. Él era diferente. Uno no encuentra a alguien como él dos veces en la vida”. pass: manchon1961
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